Ver en Medium

Mar 30 / 2023

Nota introductoria: este texto no es otra cosa que una reflexión personal cargada de sentimiento, de emocionalidad, cuyo objetivo es escribir para conocerme un poco mejor.

Compartir lo que somos es un acto de valentía que puede llegar a ser temerario, pero liberador. Este texto lo componen tres momentos alrededor de la obra de Fernando Botero: i. mi contacto o historia personal con su obra, ii. lo que el mundo (bajo la opinión de alguien distinto a mí) piensa de su obra, y iii) lo que las piezas de Botero evocan en mí. Acompaño mis opiniones propias con algunas palabras de Mario Vargas Llosa en relación con Botero.

Aclaraciones previas al texto

1. No conozco al Sr. Fernando Botero Angulo (1932). No sé si es buena gente o mala gente. No sé si es humilde y modesto, o pedante y arrogante. No tenemos amigos en común. Mi idea con este texto no es promover su obra. Tampoco calificarla. Mi objetivo es expresar, de forma egoísta, lo que viene a mi mente con la obra suya, lo que para mí evoca y representan sus pinturas y sus esculturas.

2. Yo tengo un par de “representaciones no legítimas” de menor tamaño de dos de sus obras: Una familia (1989), y Nuestra Señora de Colombia (1967). Una familia está en mi casa. Nuestra Señora de Colombia está en casa de mi mamá. Con “representaciones no legítimas” quiero expresar que no sé si son obras originales, falsas, o réplicas baratas y de carácter pirata. Con todo y eso, para mí tener en mi casa esa representación de Una familia genera orgullo, me siento embajador de ese símbolo. Una familia tiene una conexión con mi propio yo, con mi esencia. Esta es la razón por la que con descarado orgullo la exhibo en mi sala.

Mi contacto con la obra

Palabras de Fernando Botero en entrevista con Cynthia Jaffe McCabe y Sareen R Gerson:

“En Marinilla la atmósfera era muy colombiana, los techos, las casas, tal como son en mis cuadros. Esa ciudad pequeña, las ciudades de pequeña burguesía en esa época, de ahí es de donde vienen mis temas”

Referencia: Cynthia Jaffe McCabe y Sareen R Gerson, entrevista citada. P. 12

Las gordas del centro de Medellín son para muchos antioqueños, de ciudad o pueblerinos como yo, lo primero que vemos del artista. En mi caso, sucede en la adolescencia temprana. Me genera confusión el aspecto voluminoso de todas sus obras, y la desnudez de algunas de ellas. La ubicación geográfica de las gordas, en el centro de Medellín, también me confunde. Es difícil entender por qué estas obras de arte están rodeadas de gente que viene y va (sin saber nada de arte, la mayoría), de economía informal, de delincuencia, y a veces de olores poco deseables. Tristemente el centro de Medellín no es el lugar “bonito” que muchas ciudades del mundo se esmeran por tener en su centro.

Luego de eso, en mi adultez y en mi “tardío” interés (superficial y desde la ignorancia) por el arte, vuelvo a sus obras, a su pintura. Principalmente lo que podemos ver en el Museo de Antioquia. Recorrer la obra de Botero con ojos de adulto es una experiencia muy distinta.

Lo que el mundo piensa de su obra

A continuación simplifico el “mundo” en la opinión formada de Mario Vargas Llosa. Si bien, Vargas Llosa no es el mundo, uno de sus textos sí expresa lo que muchos latinoamericanos encontramos en Botero. La imaginación es infinita, y habrá muchos quienes vean otras cosas en la obra, en especial personas de otras latitudes, de otras culturas. Pero lo que Vargas Llosa recoge es digno de reproducción, y por eso lo traigo a este espacio.

“ La pintura de Botero eterniza un momento de exuberancia de su persona (la de la historia, el personaje) [y de su historia], arrancándolo del tiempo, del deterioro. Ese tiempo detenido es la memoria y la nostalgia, un pasado emblemático al que Botero recurre constantemente en busca de motivos y de inspiración, un tiempo, el de su niñez y juventud de provincia, hacia el que, pese a ser ahora un ciudadano del mundo y dueño de un oficio cuyas canteras se distribuyen por toda la geografía del arte, ha tenido una terca lealtad y al que ha transfigurado en la rica mitología de sus cuadros.”

Cosas que identifico en la obra

Palabras de Vargas Llosa:

“El mundo de Botero es americano, andino, provinciano, porque sus temas inventan una mitología a partir de aquellas imágenes almacenadas en su memoria desde la infancia, ese período en el que se fraguan las experiencias capitales de todo artista. En sus telas, viajeros a caballo recorren las campiñas, como lo hacía su padre, y familias numerosas, estables, muy católicas, se endomingan para posar, tiesas, ante el recuerdo del pintor.

Todavía no existen los edificios y los automóviles resultan inútiles, pues las calles son demasiado estrechas y las distancias tan cortas que uno va a la oficina a pie. El máximo orgullo de las madres es tener un hijo cura, y si llega a cardenal ¡que felicidad! Tampoco está mal visto que otro de los vástagos sea militar. Las gentes viven en casitas coloniales de techos a dos aguas y tejas color naranja, congregadas apaciblemente al pie de la iglesia cuyo campanario es todavía la cumbre del lugar.

Por las callecitas de adoquines se espían y cuchichean las vecinas y desde cualquier esquina se divisa el campo multicolor. Las casas tienen patios y huertas donde prolifera una vegetación lujuriosa y abundan las frutas: sandías, naranjas, bananas, chirimoyas, mangos, peras. Las cocinas y despensas exhiben sus provisiones, con orgullo, entre moscas y avispas zumbonas; aquí, comer está bien visto, es signo de salud y prosperidad, uno de los pocos placeres con derecho reconocido por la moral imperante.

Mundo de gentes atildadas, de rutinas estrictas, de caballeros con espejuelos -abogados, sin duda- que se recortan el bigotico al milímetro, usan chaleco, no se quitan jamás la corbata y se engominan el pelo. A las muchachas les encantan los uniformes operáticos de los militares y a las ancianas los hábitos tornasolados de curas y monjas. Las diversiones son escasas: salir a cazar, la caminata por el campo, la merienda al aire libre, la tertulia y el ágape.

Mundo reprimido, machista, de instintos embridados por la religión y el qué dirán, se desborda en esa institución maldita y codiciable, tan sólida como la familia, su alter ego, a la que se acude de noche y a escondidas: el burdel. Allí, el leguleyo puntilloso y el funcionario puntual, el beato rentista y el militar reglamentario, pueden sacar a la luz los demonios que mantienen ocultos ante sus familias de día, y tocar la guitarra, contar porquerías, emborracharse hasta perder el tino y fornicar como sapos. Pueden, incluso, si por ahí les da el capricho, travestirse de mujer y posar como odaliscas, junto a su gato negro, en un sillón seudofrancés.”

Nuestra Señora de Colombia (1967) — Enlace

La pintura de Botero tiene todo de lo humano, de lo terrenal, de lo que somos. De lo que se puede hablar, y de lo que no. Tiene expresiones de dolor propio, de egoísmo y lo que nos importa como individuos.

Botero habla de lo que somos. Pero lo que somos no siempre es algo que los demás quieren ver, o que nosotros mismos queremos contar. La tauromaquia por mucho tiempo fue lo que quisimos ser, mostrar y contar. Ese es Botero, y eso somos. Pero hoy es distinto. Hoy la cultura taurina es algo que solo queremos ver en cuadros, canciones, en nada que tenga sangre de verdad. Con las historias de cantinas, de burdeles y de fiestas vulgares pasa algo similar: es parte de nosotros, es lo que somos (o hemos sido, cada quien que decida, que se esconda en el hueco que prefiera), pero que pocas veces queremos contar. No solo en su obra, también en su vida Botero ese el rostro de lo que puede ser salir muy bien, pero sale mal: la historia de Fernando Botero Zea es la prueba. Esa historia, al igual que muchas equivocaciones que tenemos individuos, es algo de lo que no quisiéramos hablar. Es algo que quisiéramos borrar nuestra mente, y borrar las todas las mentes en esta tierra.

La vida humana no puede separarse del dolor. Puede haber una distancia temporal, y una distracción que haga pensar que es posible vivir sin sufrimiento. Pero en realidad es imposible. Perder a seres queridos es una forma de sufrimiento que no tiene estrato social, no tiene clase y distinción patrimonial. Perder un ser querido es darnos cuenta que amamos, que amar a veces duele. Eso somos los seres humanos: amor y dolor. Eso es Botero en las obras de Pedrito.

Además de inseparable del dolor, la vida es, casi por definición, injusta. Aun así, encontramos múltiples símbolos que nos empujan a levantarnos día a día para hacer lo que hay que hacer, para vivir. Esos símbolos son la energía que nos lleva a buscarle sentido a la existencia, y soportan los malos momentos en los que cerca estamos de desfallecer. Esos símbolos también son gozo, recompensa y orgullo, si las cosas salen bien. Somos una búsqueda permanente de sentido, y ese viaje nos apoyamos de la familia, la religión, la cultura, el romance, la lujuria, lo divino, lo humano… es lo que somos, lo que nos importa. Todo eso también es Botero: lo que nos importa.

Lo que Botero significa para mí desde la cultura y desde el regionalismo y desde lo humano

El antioqueño (el paisa) es regionalista. Quiéralo o no. Consciente o inconscientemente. En algún grado lo es, y eso es difícil que cambie, aunque se ha moderado con el paso del tiempo. La cultura paisa ha estado siempre cerca al trabajo físico, al campo, las minas, las empresas, los animales. Sin embargo, el antioqueño promedio, está lejos del arte. Desde mi ignorancia propia en estos temas, Botero representa que es posible, para un “montañero” hacer buen arte y brillar en Pietrasanta.

Otras personas (incluso de Antioquia) siguen caminos similares. Botero fue su referente, y ahora todos son ejemplos para las nuevas generaciones. Botero personifica que es posible ser exitoso y destacado en lo que se hace siendo fiel a lo que uno es. Llevándolo como se debe. Siendo fiel a su esencia. Viene a mi mente Karol G con su frase reciente (traigo su sentido con casi las mismas palabras): “Dont’try to fit. Just be yourself and embrace it”. Tal vez de eso se trata el vivir: de aceptar que somos humanos, con lo bueno y lo no tan bueno que eso implica. De conocernos y no ocultar lo que somos. De entender que sí es posible cambiar y transformarnos. Pero que al final se trata de ser fiel a la esencia propia, a lo que fundamentalmente somos.

Una familia (1989) — Enlace